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Doña Juana y el Bacalao



por Julián G. de la Mata

El Moncayo dicen que tiene nombre Romano aunque bien podría ser Celtíbero o Bárbaro. En el lugar que nos ocupa, que es tanto como su volumen, da igual de dónde proceda, pues lo realmente importante es conocer que se trata en realidad del nombre de un dios. El dios del Camino o, mejor dicho, el de los Caminantes. Parece ser, y de ahí la leyenda, que cuando los caminantes se acercaban a Tierras de ágreda atraídos por una sutil visión, visible casi desde el mar, éstos se paraban asombrados a admirar la mole que sobresalía a sus pasos y, de paso, se paraban a pensar. En esos momentos, cuando los pies dolían de tanto caminar y los estómagos se sobrecogían ante lo que contemplaban, hacían un alto en el camino para quitarse las alpargatas y poder merendar. Allí algunos comprobaban, sin ningún tipo de pesar, que de sus pies sobresalían unas pequeñas durezas, tal vez rozaduras. que les impedían reiniciar la marcha, por lo que no les quedaba más remedio que detenerse y pernoctar. Cuentan que, cuando eso ocurría, era porque el Moncayo quería agasajar a quien se emocionaba con su sola presencia después de haber recorrido tan largo camino sólo por verle y, por ello, les ponía a sus pies una replica exacta, aunque más pequeña, de su colosal forma cónica.

Cuando la noche se les echaba encima y los caminantes, agotadas las viandas, se disponían a descansar al raso con el estómago vacío, el Moncayo, tan majestuoso, les protegía concediéndoles el refugio más resguardado en forma de encina y les otorgaba las mejores frutas de sus campos y los bocados más sabrosos de sus tierras, para que los cataran y supieran lo que era bueno de verdad.

Al amanecer, con el cuerpo descansado y el buche lleno y la vista confundida por lo que creían haber soñado, los caminantes veían cómo de sus pies habían desaparecido ampollas y rozaduras, heridas y contratiempos. Exaltados, comprobaban también que sus manducas y alforjas se encontraban completamente atiborradas, repletas de suculentos manjares y tajadas. Agradecidos como son, los caminantes depositaban pequeñas ofrendas llenas de afecto y devoción y de las que, una vez habían partido, comenzaban a manar arroyos puros de agua cristalina, a brotar silvestres esencias de pura vida.

Se dice, -tal vez sólo sea un decir-, que fue por aquél entonces cuando los hombres empezaron a extenderse por todo el planeta porque, cuando mataban el hambre con las provisiones que el Moncayo les había proporcionado, el cansancio y la fatiga no les llegaba jamás, así como tampoco las melancolías.

Ahora se sabe que uno de los primeros caminantes a los que el Moncayo agasajó logró llegar hasta el confín del mundo y que hizo prometer a sus descendientes que algún día, alguno de ellos, debería volver a depositar a las faldas del Moncayo el mejor de los bocados que hubieran encontrado por esos mares de Dios.

Y así sucedió pues, uno de ellos regresó a tierras de ágreda llevando bajo el brazo un pescado de un gran alto valor nutritivo, con bajo contenido en grasa y muy rico en proteínas. Tenía el pez una mandíbula prominente, medía casi metro y medio y pesaba cerca de 10 kilos. Su nombre original era Torsk, aunque él lo llamó Bacalao. Lo dejó secar al aire fresco del Monte y predijo que quien creyera en la leyenda del Moncayo y acertara a cocinar aquella mariposa pilpileante lograría, con el tiempo, agasajar a los viandantes de la misma forma que antaño lo hizo el dios del Camino y que, por ello, levantaría en su honor un reducto donde los caminantes pudieran disfrutar de las mejores despensas de la tierra y recuperar, de forma milagrosa, las fuerzas perdidas Predijo también que los manjares que serviría estarían hechos con el mismo respeto con el que eran antaño tratados los caminantes y con la honradez propia de quien da lo mejor de uno mismo. Hoy se sabe que la esencia de esa leyenda corre por las venas de la familia Modrego Lacal, y que el reducto donde descansa el espíritu del Moncayo se llama Hostal Dª Juana, sede del descanso, el buen comer y donde el mayor placer consiste en complacer a los caminantes sin necesidad, eso sí, de que les salgan bultitos en los pies.


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