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Tribulaciones de un voluntario en la cantera molinera



por Eneko Bustillo González

Ocho de la mañana del 2 de agosto de 2010. 1.320 metros de altitud, seis grados centígrados y mucho viento. "¡Buuuuuff ! (frotando las manos), ¡habrá que darle duro al pico para entrar en calor!"

Nada más que la primera impresión. A partir de ese momento un placer cavar (pasar el cepillo no tanto), con la misma ilusión que con 10 años en la playa, sólo que esta vez no esperábamos sacar agua, sino limpiar el terreno, aunque al finalizar la tarea (allá por el día 13), teníamos entre manos una hermosa colección de cuñas de hierro.

El despertar siempre duro, pero una vez en la cantera las mañanas se pasaban volando, cual sombrero de paja en una corriente de aire, y nada más empezar te llegaba el grito del almuerzo. Vuelta al trabajo y, entre bromas y esfuerzo, enseguida bajábamos dirección Trébago. Pocas cosas conozco yo más agradables que ducharse con agua fresca después de llegar a casa cansado por un esfuerzo bien útil, y encima sabiendo que no comes en casa, sino en un lugar distinto. De agradecer la hospitalidad de Vicente y compañía, y me perdonarán la expresión, pero la comida cojonuda (aunque algunos no la aprovechásemos toda).

Puede sonar quizás muy tópico, pero una vez acabado el trabajo, sinceramente, lo disfrutas. Te acuerdas de cómo empezó todo, la falta de conocimientos sobre la tarea a ejercer que Pilar y Pedro te facilitaban cuando acudías a ellos sin tener ni idea sobre el uso del paletín (que no paleta).

Tras los primeros pasos, te vuelves a acordar de todas las carretillas llevadas por Vicentet, las piedras, bien gordas todas ellas, movidas entre David y Pablo, y todas las ayudas, desde minucias hasta esfuerzos bestiales, realizadas por toda la gente de Trébago."

Sólo espero que el verano que viene vuelva el mismo plan. Habrá que empezar con otras cosas, seguramente muchas más, también acabar con lo empezado, y allí estaremos, un voluntario más, un trebagués más, que la labor siempre tiene una recompensa.

Para finalizar, permítanme añadir una anécdota. Este pasado verano, antes de marcharme de Trébago por una temporada (que resultó bien larga), quise ver el día antes de la partida la cantera molinera y sus piedras bien redondeadas. Cogí la bicicleta, rumbo a los aerogeneradores y tras una dura ascensión, me senté al borde de la cantera, reventado por el esfuerzo, con el sol poniéndose y un cierzo que me refrescaba. Tras reposar, pegué un brinco y me dispuse a observar las marcas de las cuñas de hierro, de las que me despedí hasta el año que viene.


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