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Costumbres (gratas de recordar) que se practicaron en Trébago



por José Lázaro Carrascosa

DAR ALOJAMIENTO A LOS MENDIGOS A REO DE VECINO.

No sabemos de cuándo data esta altamente humanitaria costumbre, pero a juzgar por lo que nos relataron nuestros padres y abuelos pudo tener sus raíces en el último tercio del pasado siglo XIX.

El alguacil estaba encargado de llevar la cuenta del riguroso turno vecinal y distribuir los pobres en una o varias casas, siempre uno por vecino; a él acudían los mendigos (generalmente al anochecer) solicitando ser acompañados a la casa que les cobijaría hasta el día siguiente. Allí se les daba de cenar, arrimo a la lumbre y alguna manta para que se abrigaran y durmieran en el pajar. La cena por lo regular consistía en unas sopas de ajo, un par de torreznos y según épocas unas ronchas de morcilla u otras cosillas que nuestras madres y abuelas (siempre previsoras) guardaban en la alacena o en aquella cesta de mimbre que pendía durante todo el año del techo en el rincón mas oscuro de la cocina. Este menú que se les daba a los pobres solía ser el mismo que la familia cenaba por tradición, ¡eran tiempos de estrecheces!.

Había mendigos que eran simpáticos e instruidos y después de cenar gustaban de relatar la historia de su vida con pelos y señales. A este respecto diré que siendo un muchacho de diez años escuché de boca de un mendigo, de José, alias el madrileño, después de cenar en casa de mis padres, un relato de su vida que se quedó grabado en mi memoria: Desde los diez y seis años trabajó en una fábrica de tapicería, donde permaneció dos años; al principio repartiendo muebles que llevaba a veces a cuestas, otras con un carretillo. Junto con otros seis compañeros, reunieron unos ahorrillos y decidieron dejar todo para irse a Valencia a conocer el mar, y allí, una vez terminado el dinero comenzaron a pedir, iniciando así a temprana edad lo que sería su medio de vida. "El madrileño" se hacía acompañar de otro más alto que él, que usaba gafas y al cual llamaba su secretario.

A la mañana siguiente y después de desayunar un café con leche con pan tostado el mendigo se incorporaba a su rutinario y constante deambular, no sin antes mostrar su agradecimiento a todos los miembros de la familia y pidiendo a Dios para los mismos mucha salud.

Esta costumbre dejó de practicarse en el año 1936, comienzo de la guerra civil, por razones obvias.


LLEVAR LA COMIDA A LOS LEÑADORES AL MONTE CUANDO SE REALIZABAN LAS CORTAS Y LIMPIAS EN ÉSTE.

Todo comenzaba cuando un día, y al toque de corneta, el alguacil anunciaba: "De orden del señor alcalde se hace saber que mañana todos los vecinos que quieran ir a trabajar al monte a cortar leña, acudirán al toque de soltar las cabras con las herramientas de costumbre a la esquina de la fragua; no se admitirán menores de 18 años." (el toque de soltar las cabras lo daba el cabrero con el cuerno o con una caracola).

Una vez reunidos, y con el alcalde al frente y uno o dos concejales, partía hacia el monte la cuadrilla (que en los mejores tiempos de que tenemos noticia la componían entre 60 y 90 hachas o hacheros).

No a todos les llevaban la comida al mediodía, pero sí a los suficientes como para considerar este acto de grata y simpática costumbre.

El rancho lo preparaban en casa las mujeres, y hay que decir que todas se esmeraban para quedar en buen lugar a la hora de destapar los pucheros y cazuelas en el monte, haciendo honor a la buena fama que siempre tuvieron las mujeres trebagüesas como cocineras. En muchos casos eran ellas mismas en compañía de chavales y chicos las que portaban en sendas cestas las comidas al lugar que de antemano se les había hecho saber.

Mientras, en el monte, cuando se acercaba la hora del mediodía, el alcalde mandaba a los hombres más viejos de la cuadrilla que fueran preparando las fogatas en un sitio abrigado, alrededor de las cuales se sentarían al amor de las brasas todos los participantes. Allí se calentaban los pucheros que contenían el potaje, y unos y otros asaban en las brasas los chorizos, los chumarros, las güeñas y las morcillas, manjares todos ellos frescos por coincidir en los meses de noviembre y diciembre los trabajos del monte y la matanza del cerdo.

Estas exquisitas comidas, y el buen vino tinto de Aragón, hacían recobrar energías a los hacheros y olvidar el cansancio de la mañana, para continuar la faena de la tarde que era siempre más corta.

Antes de emprender de nuevo el trabajo se descansaba una media hora para reposar la comida y hablar de los múltiples temas que suscitaban estos trabajos, y de otros, que sin venir a cuento, eran a veces motivo de fuertes discusiones que nunca pasaron de aquello de "mucho ruido y pocas nueces".

Era en este punto cuando, por lo regular, hacía acto de presencia el secretario del ayuntamiento, quien pasaba lista a todos los vecinos del pueblo. Y los presentes, a viva voz, declaraban si habían trabajado un jornal o medio, para después hacer el cómputo de los gastos y hacer la distribución por tajones de leña.

El hecho de ir el secretario al monte (costumbre inconexa aparentemente) tenía su razón de ser en que a todos los miembros del ayuntamiento, incluido, claro esta, el secretario, no se les cobraba lo que les correspondía pagar por jornales cuando se cobraban las papeletas. Posteriormente regresaba al pueblo con la gente que había ido a llevar las comidas.

Los hacheros regresaban al anochecer, coincidiendo con el cabrero, que a la caída de la tarde solía llegar con el ganado para que las cabras comieran los tallos tiernos de los árboles derribados en la jornada.

Estos trabajos solían durar cuatro o cinco días y el último invitaba el ayuntamiento a merendar a todos los de la cuadrilla; esta merienda consistía casi siempre en bacalao, pan y vino y algunas veces se sustituía el bacalao por nueces o sardinas arenques. Este día se daba una hora antes de mano y era el alguacil el que se encargaba de salir al encuentro de la cuadrilla, con un borrico que portaba la merienda y el vino.

Si se regresaba por el camino de la Carrasquilla esperaba en el prado del tío Gabino, y si era por el camino de la Virgen, en el Salmocho o prado del tío Manuel, y si por circunstancias del tiempo frío, lluvia o nieve no se podía merendar en el campo, el alcalde habilitaba, bien la casa de Concejo o el horno del pueblo como aparentes comedores, sobre todo este último por estar caliente, ya que en aquel entonces se cocía diariamente pan en él.

Ni que decir tiene que con este ambiente se alargaba la tertulia, y como decían los viejos ¡aquí que caigan chuzos de punta!

Esta costumbre se perdió en los años 1937 - 1938. Desde entonces se dio la leña en pie, si bien las limpias o aclareo del monte se continuaron haciendo hasta el año 1966, década de fuerte emigración de gente de los pueblos a las ciudades que dejó a éstos carentes de mano de obra para seguir haciendo estos trabajos.


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